Cuando el grito se hace nudo… y después estalla

A veces no gritas por rabia. Gritas porque nadie escuchó el dolor antes.


El que decía “estoy bien” con los dientes apretados


No levantaba la voz.
Nunca discutía.
Decía que era pacífico.

Pero cada “no pasa nada”
acumulaba pólvora.

Y un día…
explotó.

Por una tontería.
Un plato fuera de lugar.
Una mirada indiferente.

Y gritó.
Gritó con la voz de todos los años que se calló.
Con la rabia que no supo que tenía.
Con la furia que creía ajena.

Y cuando terminó…
vio los ojos del otro, asustados.

Y se sintió peor.
Porque la ira que lo defendía…
también lo alejaba.


La que juró que nunca sería como su padre


Creció con gritos, puertas cerradas, platos rotos.
Juró que no repetiría esa historia.
Que no iba a heredar ese infierno.

Pero un día,
le gritó a su hijo.
Fuerte.
Cruel.
Desmedido.

Y lo vio encogerse.
Y se vio a sí misma.
De niña.
Temblando.

Y lloró.
Lloró porque la ira no se hereda,
se aprende.
Y como todo lo aprendido…
se puede desaprender.

Desde ese día,
se dio permiso de sentir
antes de explotar.

Y cuando se equivocaba,
pedía perdón.

Porque sanar no es no fallar.
Es no esconderse
detrás del daño.


El que usaba la rabia como escudo


Era duro.
Cortante.

“Realista”.

Nadie se le acercaba mucho.
Porque todo lo que tocaba,
lo empujaba
con la palabra exacta
para herir.

Decía que no confiaba en nadie.
Pero la verdad
es que nadie lo había cuidado.

Y entonces…
¿para qué mostrarse blando?
¿para qué bajar la guardia?

Hasta que un amigo
no se fue.
No discutió.

Solo lo abrazó y dijo:

“¿De verdad quieres estar solo para tener razón?”

Y ahí lo entendió.
La rabia le daba poder.
Pero también le robaba la paz.


La que todo le molestaba


El tráfico.
La impuntualidad.
La risa ajena.

Todo le irritaba.
Todo le dolía.

Pero no era rabia.
Era tristeza sin nombrar.
Era cansancio.
Era sentirse invisible.
Era saberse agotada y aún así, seguir sonriendo.

Hasta que un día, alguien le dijo:

“No tienes que estar bien para ser querida.”

Y se desplomó.
Por fin.

Y la rabia que cargaba en el pecho
se convirtió en llanto.
Y el llanto…
la devolvió a casa.


El que se golpeaba a sí mismo por dentro


No gritaba a otros.
Gritaba adentro.

Se insultaba.
Se odiaba.
Cada error era un castigo.
Cada fracaso, una humillación.

Y cada vez que sentía ira…
la dirigía hacia sí mismo.

Un día, su terapeuta le preguntó:

“¿Y si la rabia que sientes no es contra ti, sino contra los que no te cuidaron?”

Y se quedó en silencio.
Largo.
Porque por primera vez, no se sentía débil por estar enojado.
Se sentía vivo.
Y con derecho.

Y desde entonces,
ya no se insulta.
Se cuida.
Con furia.
Con ternura.


La que tenía fama de “explosiva”


Decían que tenía “carácter fuerte”.
Que era “intensa”.

Nadie se preguntó por qué.
Nadie se preguntó qué había debajo.

Hasta que un día dijo:

“No estoy enojada.
Estoy harta.”

Y entonces sí, la escucharon.

Y entendió que la rabia
también es una brújula.
Que cuando algo duele, arde.
Y que no todo enojo es un defecto.

A veces es el inicio de un límite.
Un “no” que nunca se dijo.
Un “basta” que lleva años esperando su turno.

Desde entonces,
ya no grita.
Habla claro.
Y eso… quema más.


El que por fin dejó de huir


Era fuego constante.
En la voz.
En los gestos.
En el pecho.

Pero cada vez que alguien intentaba acercarse,
explotaba.

No por odio.
Por miedo.

Porque el que ha sido herido con la palabra…
aprende a usarla como cuchillo.

Hasta que conoció a alguien que no se asustó.
Que no huyó.
Que se quedó después del grito.
Y le dijo:

“Puedes estar enojado.
Pero no tienes que estar solo.”

Y esa frase fue un abrazo.

Desde entonces,
sigue sintiendo ira.
Pero ya no vive ahí.

Ahora, la escucha.
La escribe.
La transforma.


Ira no es maldad.


Es herida no atendida.
Es límite no dicho.
Es tristeza que no encontró lenguaje.

No es el enemigo.
Es el mensajero.

El problema no es sentirla.
Es vivir ahí.
Es no saber salir.

Pero se puede.
Cuando alguien te escucha sin miedo.
Cuando uno mismo se deja llorar después del grito.
Cuando entendemos que bajo toda furia…
hay un corazón que quiere ser visto.


Ahora respira...

Estos son 7 de los 49 rostros del dolor.
No es fuego puro.
Es herida encendida.
Es un grito que no encontró palabras.
Una rabia que en el fondo… solo quería ser vista sin miedo.

Hoy miramos el dolor que se disfraza de control.
Ese que calla tanto que se endurece.
Y cuando por fin habla… no lo hace: estalla.

Parte de la serie “Infiernos íntimos”:
cuentos sobre cómo se rompe el alma
cuando nadie la escucha. Ni uno mismo.

Si este relato te tocó, sigue explorando.
Cada historia es una grieta distinta…
Una oportunidad para mirar…
sin miedo.


¿Conoces a alguien que se identificaría con uno de estos cuentos?
Comparte estos cuentos:
Facebook | _X_ | WhatsApp