Cuando lo ajeno hiere más que lo propio

Lo que deseas no es lo que el otro tiene… es sentir que tú también mereces.


El que siempre miraba de reojo


No deseaba cosas.
Deseaba vidas.

La risa de otros le sonaba como burla.
Las buenas noticias… como insulto personal.

Cada vez que alguien ganaba,
sentía que él perdía.

No sabía estar feliz por nadie.
Porque no sabía estar feliz por sí mismo.

Y entonces sonreía.
Felicitaba.
Daba like.
Y por dentro, sangraba en silencio.

Un día, frente al espejo, se dijo:

“Yo no quiero eso que tiene…
…yo quiero sentir que valgo, como él cree que vale.

Y se quebró.
Y entendió.

Que la envidia no era odio.
Era hambre.


La que no soportaba ver a su amiga brillar


Decía que la amaba.
Y sí, la amaba.

Pero no soportaba verla triunfar con tanta facilidad.
Cada logro ajeno era una puñalada suave.
Cada “me pasó algo increíble”
era una frase que le robaba oxígeno.

“¿Y yo? ¿Cuándo me toca?”

Se decía eso mientras sonreía y decía:

“¡Qué bueno, amiga!”

Y un día se escuchó diciéndolo…
sin resentimiento.

Porque esa amiga, en vez de presumir, le dijo:

“Me va bien… pero a veces me siento sola. ¿Tú también?”

Y ahí se cayó el muro.
La competencia murió.
Y nació algo nuevo:
Conexión sin comparación.


El que medía su vida con la de su hermano


Siempre fue “el otro”.
El que no era el favorito.
El que no tenía talento.

Desde chicos los compararon.
Uno era brillante.
El otro, correcto.

Creció midiendo su sombra con una regla rota.
Nunca creyó que valía por sí mismo.

Años después, en la boda de su hermano, dio un discurso.
Y dijo:

Siempre quise ser como tú…
…pero hoy quiero ser alguien con quien puedas contar.

Y por primera vez, su hermano lloró.
Y lo abrazó.
No por pena.
Sino por reconocimiento.

Porque también estaba cansado de ganar solo.


La que se creía demasiado tarde para todo


No envidiaba personas.
Envidiaba tiempos.
Procesos.
Años no vividos.

Veía a jóvenes triunfar,
y sentía que su reloj
se burlaba de ella.

“Yo ya no. Yo ya nunca.”

Hasta que conoció a una mujer de 70
que estudiaba danza.

Y le preguntó:

“¿Por qué empiezas ahora?”

Y ella respondió:

“Porque aún puedo.
¿Y tú?
¿Aún quieres?”

Y lloró.
Porque la respuesta era .
Aún quería.
Y aún podía.

Y eso
cambió todo.


El que envidiaba hasta el amor ajeno


No podía ver parejas sin resentirlas.
Fotos felices le sabían a mentira.
Y si eran verdad… dolían más.

No es que no creyera en el amor.
Es que no creía que fuera posible para él.

Hasta que alguien lo miró, una noche, y le dijo:

“Tú no necesitas que te quieran como en las películas.
Tú necesitas que te quieran sin miedo.”

Y por primera vez, no pensó en su ex.
Pensó en sí mismo.
En cómo él se había negado eso tantas veces.

Y empezó a darse
lo que nunca pidió.


La que no mostraba lo que hacía por miedo a compararse


Tenía talento.
Tenía ideas.
Tenía cosas hermosas que dar.
Pero se paralizaba.

Veía el éxito ajeno y sentía
que su semilla no tenía sentido.

“Ya lo hicieron mejor.
¿Para qué intentarlo?”

Hasta que alguien le dijo:

“Hay gente que necesita escuchar justo lo que tú tienes para decir.
Nadie lo va a hacer como tú.
Porque nadie es tú.”

Y lo creyó.
No del todo.
Pero lo suficiente
para empezar.


El que se odiaba por envidiar


No lo decía.
Pero sentía celos de todos.
De los guapos.
De los seguros.
De los que parecían tener una vida que no dolía.

Y entonces se odiaba por sentir eso.
Como si fuera mala persona.
Como si el deseo de tener más
lo convirtiera en menos.

Un día, en un grupo de hombres, alguien dijo:

“Yo envidio a los que pueden llorar.
Porque yo… no puedo.”

Y ahí entendió.
Que todos envidian algo.
Pero pocos lo nombran.

Desde entonces, cada vez que siente ese pinchazo,
respira y dice:

“Esto también es una parte de mí.
No me define.
Pero me habla.”

Y lo escucha.
Y lo transforma.


Envidia no es codicia.


Es vacío con nombre ajeno.
Es dolor disfrazado de competencia.
Es miedo de no ser suficiente…
y creer que el otro lo es todo.

Pero si uno se atreve a mirar
más allá del brillo ajeno,
a veces encuentra algo distinto:

que nadie lo tiene todo.
Que todos envidian algo.
Y que lo que duele… puede mostrar lo que falta amar.


Ahora respira...

Estos son 7 de los 49 rostros del dolor.
No es deseo por lo ajeno.
Es tristeza disfrazada de comparación.
Un espejo que muestra lo que falta…
pero oculta todo lo que ya está.

Hoy miramos el dolor que se esconde en la envidia.
Ese que compara, desea y se siente menos…
sin saber que ya vale.

Parte de la serie “Infiernos íntimos”:
cuentos sobre cómo se rompe el alma
cuando nadie la escucha. Ni uno mismo.

Si este relato te tocó, sigue explorando.
Cada historia es una grieta distinta…
Una oportunidad para mirar…
sin miedo.


¿Conoces a alguien que se identificaría con uno de estos cuentos?
Comparte estos cuentos:
Facebook | _X_ | WhatsApp